Cuando en 1864 nace Mariano Barbasán, el papa Pío IX, en su encíclica Quanta Cura y en el Syllabus errorum, condena el liberalismo; Dostoievski publica sus Memorias del subsuelo; se funda en Londres la I Internacional y el pintor Manet visita España para embeberse de Velázquez y del paisaje hispano. La iglesia, pues, siempre reticente al progreso de las ideas, al cualquier índole de progreso, más bien, se opone a un liberalismo de corte burgués, pero está muy lejos aún de suponer que, en el mismo año de publicación de la encíclica pía, nace el obrerismo organizado y la obra de Dostoievski ahonda, en este mismo sentido, en las profundidades del «subsuelo» social. Manet, por su parte llega a nuestro país perturbado por las infames críticas de la ortodoxia, los rechazos de las galerías y la censura de su trabajo.
Ante Barbasán se abría, pues, una perspectiva de cambio contextual en el ámbito de las ideas, de la sociedad y de la estética que se debería suponer asentado cuando el pintor aragonés tuviera plena consciencia de su transformación. No fue así porque, entre otras cosas, España, antes ya, era diferente. La idiosincrasia española dio otra vuelta de tuerca a la historia y, aunque —contando nuestro pintor cuatro años—, se proclamara la revolución «Gloriosa» (veinte años más tarde que la parisina), España seguía alimentándose de una inercia romántica que nunca —ni siquiera hasta hoy— ha dejado de nutrirlo: para lo bueno y para lo malo.
Creció Barbasán, por lo tanto, envuelto en la «involución» histórica de un país decadentista, arruinado, expulsado de todos los foros de decisión política internacional e incapaz de sobreponerse a su destino cronopatológico, pese al «realismo», al «naturalismo», al «regeneracio- nismo» y al «modernismo» de unos cuantos militantes lúcidos que, salvo sincerísimas excepciones, pronto, demasiado pronto, abandonaron, llenos de dudas y de prejuicios, postulados tan hermosos.
Cumplida su primera adolescencia, Monet, Gauguin, Cézanne, Van Gogh… administraban ya buenas dosis de pánico al academicismo. Barbasán, becado, se traslada a Roma el mismo año que Nietzsche publica su Anticristo y Rodin concluye El Pensador. ¿Influyeron de alguna manera todos aquellos y estos acontecimientos en la formación del pintor? De momento, no. Lo bueno, precisamente, fue esto. A pesar de que llegara a sus oídos o a sus ojos, durante su estancia en Roma, el suicidio de Van Gogh o la favorable conmoción que produjo en el mundo artístico el éxito de los «Jugadores de cartas», no parece que tuviera, aislado en Zaragoza, noticias precedentes de su existencia. Sus noticias fueron las de España, sus ojos miraban en España y su concepción estética era la española, la que configuraba e impregnaba las expresiones más genuinamente españolas (incluso en Italia) y, en consecuencia, el ejercicio plástico y la ejecución de sus asuntos artísticos fueron, en este sentido, prístinos, propios, singulares, personalísimos, amarrados a una inquebrantable sinceridad que tenía su apoyo en sí mismo y que no curó en ocultar; antes al contrario, reiteró y depuró con técnica mayúscula. Su propia evolución, jamás escandalosa, hay que buscarla en un motivo endógeno, en una necesidad personal que arraigó en la elección de los temas y en la ejecutoria técnica. Reacio a conjugar la pintura rural y urbana —en contra de la amplia mayoría de los maestros impresionistas— se decidió en seguida por la primera. Un modernismo en auge (que hizo suyos los principios románticos) le empujó a tratar temas históricos con la magnífica grandilocuencia que sólo encuentra parangón en hechos literarios como la poesía de un Novalis, por ejemplo.
Pero es Barbasán, sobre todo, un pintor de la naturaleza y de las costumbres. Un pintor que, como todo artista, no es tan libre como él puede creer, porque su obra la realiza regida por leyes de la naturaleza y que, en el nivel más profundo, corresponden a las leyes de la psique. Su atracción natural está supeditada a la instintiva atracción de la naturaleza en su estado primario y espontáneo en el que la razón sólo interviene para habitarlo con la adherencia (no menos natural) del ser humano inmerso en el medio que modifica y le modifica. No constituye ésta, en cualquier caso, una formulación novedosa. El pintor aragonés participa «naturalmente» de esa puesta en práctica en función de un espíritu educado en el desarrollo ideológico y social que antes señalábamos; lo hace, además, desde una perspectiva afortunadamente provincialista, alejada del cosmopolitismo europeo y que mantuvo con sinceridad singular aun asomado al balcón abierto de Roma. Estaba, pues, su espíritu sumergido en el misterio del arte que es capaz de buscar —y encontrar— la naturaleza y las cosas no sólo en sí mismo, sino en la apariencia de la naturaleza, sublimidad del arte mimético que Barbasán tuvo el gusto de ofrecer a nuestros ojos.
Lejos de las convenciones sociales que otros movimientos artísticos resquebrajaron, la pintura de Barbasán nos acerca a la naturaleza sin poder evitar, como diría Lermontov, un regreso a la infancia. El pintor desprende de su alma todo lo aprendido y el alma vuelve a ser como fue antaño y como probablemente volverá a ser. La servidumbre al llamamiento de la naturaleza nos ha procurado a nosotros la posibilidad de admirarla, la posibilidad de sentir su belleza con acento más vigoroso, circunstancia que, a su vez, pone de manifiesto la vieja hipótesis, actualizándola, de que esa inclinación de Mariano Barbasán es una inclinación mercurial, una especie de misticismo pagano frente al espíritu celestial, pues es el suyo un espíritu eminentemente terreno al que perturbarían la vida agitada y los grandes acontecimientos, pero al que, sin embargo, los acontecimientos más insignificantes y habituales hieren en su fina sensibilidad y le presentan, de un modo rejuvenecido, el mundo inmenso recogido en el mundo breve que constituye el paisaje rural y en sus hombres, en sus hábitos y en sus conductas. En este sentido, no da Barbasán ningún paso que no le haga percibir los más sorprendentes descubrimientos plásticos en aquellas pequeñas cosas. Signa los rasgos descritos por Novalis en aquel extraño caminante que pasa de vez en cuando por las casas, por los prados, por las navas, por las cimas… y renueva el misterio antiguo y venerable de la humanidad y de sus primitivos dioses: la primavera, el amor, la felicidad, la fecundidad, la salud, la alegría, el ritual festivo de los solsticios… y a los que, viviendo en la tierra, se encuentran ya en posesión de una paz mística; aquellos hombres y mujeres que, inmunes al ajetreo de las locas ansias de poseer, aspiran sólo al perfume de los frutos de la tierra, a la compañía gentil y no se encuentran, por lo tanto, encadenados definitivamente a los prejuicios morales de este mundo. Reconocemos en Barbasán a la perfección a ese huésped libre que entra pisando levemente y cuya presencia, sin saber cómo, nos infunde ánimo a todos. Un artista como él se conoce porque en su torno se encuentran rostros claros y alegres, actitudes plenas de intimidad trascendente, descripción de las faenas productivas que en sí mismas elevan su propia finalidad, reposos de un ejercicio que recupera el alma para trascender el medio y convertir a esos seres en humanos.
La administración de este tesoro artístico transformador no es menos singular que su naturaleza. No se le puede guardar en un cofre; sin embargo, penetra en el alma, embebe toda visión atenta y hay que evitarle, además, todo contacto con cualquier corriente agresiva por altiva. Nada más deseable que esa arte reputada como singular y tan difícil de conquistar y conservar. El azar, la dificultad, la conciencia y la voluntad: tales son las cualidades que aseguran al arte sus más sólidos prestigios. Barbasán forma con ello su tesoro y siente y transmite el orgullo de poseerlo; para él no sólo constituye un ejercicio estilístico, una especie de portebonheur que lo salvaguarda de toda tentación de cambio. Lo arrastra hacia el mundo de su naturaleza; lo guía por la extensión de la estética menos navegable; lo introduce, en fin, en las cavernas fabulosas ocultas por el espesor de las ciegas miradas. Aparece ese tesoro como prenda robada a un universo junto al cual la realidad, no siendo débil ni pálida, hace él resplandecer e irradiar. Diríamos colores vívidos de un sentido interior inagotable, una nieve mágica llevada a las cumbres y a las aldeas y que se podría conservar sin derretirse. Todo pasa en nuestro pintor como si poseyera el poder de retener en sí, en un pequeño volumen, en un pequeño espacio y bajo frágil apariencia, una belleza, una fuerza y misterio que no existen sino en la esencia de lo aparentemente insignificante. Una belleza a la que el poder que le es atribuido por Barbasán va más allá de las expectativas comunes: nos paraliza a su voluntad, pero nos permite leer las emociones y transportarnos al lugar deseado. Un objeto mágico, ciertamente, si así se nos permite llamarlo, cuyo conocimiento sólo nos es transmitido cuando hemos jurado a su poseedor una lealtad indefectible. Como los objetos místicos, el tesoro artístico de Barbasán deriva su valor del hecho de ser reconocido y es en la posesión de un previo secreto quimérico donde funda su propia personalidad. El pintor se ha adherido a un alma exterior y material que no es sino su alter ego estético configurado en pintura, pero, al contrario que en la tradición mágica, donde la destrucción o la simple revelación de esa alma exterior acarrea la muerte o la impotencia del héroe, en el pintor Barbasán es precisamente el desciframiento de su arte lo que le otorga vida, valor y poder para elevarlo por encima de la condición ordinaria de los hombres. Esta es la característica de todo arte que se reconoce a sí mismo como tal, característica en la que se funda la autonomía y en la que se afianza el universo real de Mariano Barbasán, único y misterioso dueño de un ámbito en el que no posee en propiedad más que su oficio y unos ojos instalados firmemente en la percepción y penetración del mundo elegido para su ejercicio. Ello basta para que en su actitud figuren la condición del arte y la recompensa, para evocar una opulencia artística inalienable y no un signo de cambio convencional: aquélla acrecienta el alma de la persona que lo descubrió; éste, por el contrario, lo volvería un vulgar imitador en el que sólo concurriría la habilidad ejercitada, mientras que en la posesión del tesoro se conjugan tanto el azar como la temeridad, la fe, el destino y el mérito.
El deseo final de Barbasán no es otro que el de reconocerse como hombre desde la perspectiva del artista, de ahí que a la transmutación artística de los asuntos que ha conquistado y que conserva con devoción oponga el primer testimonio de una actividad personal, la formal propiamente dicha, la acentuación de la misma en la complementariedad del cultivo de una ironía aséptica que parece ser tanto más importante cuanto que el cuidado que se toma en darle un carácter desenfadado y familiar la torna más humana, menos trascendente, pero que posee el incuestionable valor de mantener en su espíritu la fidelidad a sí mismo. Le ayuda a reconocerse y atribuir mayor mérito a su intimidad artística que sólo recibe su valor primario del valor que él mismo se atribuye. Desde esta perspectiva, su arte protege ya la confianza de un hombre en su vocación y en el favor del destino.
Si quiere actuar no deberá desconfiar de sus fuerzas, pues él sabe, el artista sabe, mejor que nadie, que existe en el ser una energía última que no doblega desastre alguno. Basta con no esperar de los caprichos de la fortuna los bienes que uno estima por encima de todo, y no temer sino a los desfallecimientos del propio corazón.
La vigorosa belleza, el tesoro artístico de Mariano Barbasán quizá no sea aquél con que él mismo soñaba, pero es ciertamente el único que descuenta un corazón desafiante.