Cristina Remacha

descargaSiempre la práctica religiosa se asoció a un premeditado intento del hombre por superar sus propias carencias y debilidades. La delegación de nuestra incapacidad terrena para comprender lo inefable en una instancia superior es, por tanto, producto de una reflexión entera y específicamente humana: es el hombre quien crea a los dioses y no al contrario. Reconocer, empero, sus cualidades sobrehumanas (inhumanas, las más de las veces) no impidió la necesidad terrenal de reconocerlas a través de otros atributos más próximos a nosotros. El cristianismo, salvo sus innumerables mártires e intercesores ante la divinidad, cuyo reconocimiento humano es bien patente, fue la corriente religiosa más reacia a mostrarnos una representación humana de su dios (salvo el dudoso e interesado mito de Jesús, que tiene más de humano que de divino y más de histórico que de infuso) y siempre nos remitía al triángulo mágico y al ojo (cuya reminiscencia oriental está fuera de toda duda). No obstante, contó, como todas las demás corrientes místicas, con recursos para crear desde la nada entes fabulosos, mitos a la manera clásica, y otorgó características extraordinarias a los iluminados por luz divina, santos por ello mismo.

Y ninguna arte como la pintura supo dimensionar la representación de ese ámbito mitológico para fijar muchos de sus atributos y de sus atribuciones, algunos de los cuales son hoy para nosotros axiomáticos hasta el extremo de reconocer en ellos la concreción exacta de lo que en otro tiempo no fue sino ideación y duda, hagiografía o apocrifía.

A esta tradición místico-mitológica, aunque más actualizada, algo agrecada, reconocible, sin embargo y sin duda, se aplica el trabajo de Cristina Remacha vertiendo las cualidades de su buena educación, de su herencia artística, de su sensibilidad y de su disciplina. No sólo reconocemos cómo la abstracción de una idea imprecisa halla referencias precisas a la vez que Remacha 5preciosas; no sólo limita el referente temático hasta hacerlo inequívoca imagen de aquella idea primigenia (ejercicio imperativo cuando se eligen estos contenidos), sino que, además, sobrada de la técnica necesaria para tal menester, ha sido capaz de rendir tributo a la apariencia más humana de esos entes. No los ha trascendido, sino que los ha vestido simplemente a partir de gestos y actitudes comunes. Cierto que su presencia ejerce sobre el hombre influjo carismático, sobrecogiéndolo, apiadándolo… —y así lo testimonia—, pero ha puesto una sonrisa en los labios de los ángeles, ha dotado su apariencia de alegría restándoles gravedad, ha suprimido la luminosidad etérea; las túnicas de sus fabulaciones son sudarios de lienzo y no rasos fríos o vaporosos cendales que dan repeluz; ha restado toda importancia al brillo para ofrecérnoslos llenos de luz, sin auras, sin ceñidores, sin diademas cegadoras, expresando su sexo con matiz pagano o dejándolo bellamente a nuestra elección… En fin —y mérito mayúsculo— los ha acercado a la realidad, aproximándonos a nosotros a su ficción.

Mariano Barbasán Lagueruela: un tesoro al natural

Mariano_Barbasan_AutorretratoCuando en 1864 nace Mariano Barbasán, el papa Pío IX, en su encíclica Quanta Cura y en el Syllabus errorum, condena el liberalismo; Dostoievski publica sus Memorias del subsuelo; se funda en Londres la I Internacional y el pintor Manet visita España para embeberse de Velázquez y del paisaje hispano. La iglesia, pues, siempre reticente al progreso de las ideas, al cualquier índole de progreso, más bien, se opone a un liberalismo de corte burgués, pero está muy lejos aún de suponer que, en el mismo año de publicación de la encíclica pía, nace el obrerismo organizado y la obra de Dostoievski ahonda, en este mismo sentido, en las profundidades del «subsuelo» social. Manet, por su parte llega a nuestro país perturbado por las infames críticas de la ortodoxia, los rechazos de las galerías y la censura de su trabajo.

Ante Barbasán se abría, pues, una perspectiva de cambio contextual en el ámbito de las ideas, de la sociedad y de la estética que se debería suponer asentado cuando el pintor aragonés tuviera plena consciencia de su transformación. No fue así porque, entre otras cosas, España, antes ya, era diferente. La idiosincrasia española dio otra vuelta de tuerca a la historia y, aunque —contando nuestro pintor cuatro años—, se proclamara la revolución «Gloriosa» (veinte años más tarde que la parisina), España seguía alimentándose de una inercia romántica que nunca —ni siquiera hasta hoy— ha dejado de nutrirlo: para lo bueno y para lo malo.

Creció Barbasán, por lo tanto, envuelto en la «involución» histórica de un país decadentista, arruinado, expulsado de todos los foros de decisión política internacional e incapaz de sobreponerse a su destino cronopatológico, pese al «realismo», al «naturalismo», al «regeneracio- nismo» y al «modernismo» de unos cuantos militantes lúcidos que, salvo sincerísimas excepciones, pronto, demasiado pronto, abandonaron, llenos de dudas y de prejuicios, postulados tan hermosos.

Cumplida su primera adolescencia, Monet, Gauguin, Cézanne, Van Gogh… administraban ya buenas dosis de pánico al academicismo. Barbasán, becado, se traslada a Roma el mismo año que Nietzsche publica su Anticristo y Rodin concluye El Pensador. ¿Influyeron de alguna manera todos aquellos y estos acontecimientos en la formación del pintor? De momento, no. Lo bueno, precisamente, fue esto. A pesar de que llegara a sus oídos o a sus ojos, durante su estancia en Roma, el suicidio de Van Gogh o la favorable conmoción que produjo en el mundo artístico el éxito de los «Jugadores de cartas», no parece que tuviera, aislado en Zaragoza, noticias precedentes de su existencia. Sus noticias fueron las de España, sus ojos miraban en España y su concepción estética era la española, la que configuraba e impregnaba las expresiones más genuinamente españolas (incluso en Italia) y, en consecuencia, el ejercicio plástico y la ejecución de sus asuntos artísticos fueron, en este sentido, prístinos, propios, singulares, personalísimos, amarrados a una inquebrantable sinceridad que tenía su apoyo en sí mismo y que no curó en ocultar; antes al contrario, reiteró y depuró con técnica mayúscula. Su propia evolución, jamás escandalosa, hay que buscarla en un motivo endógeno, en una necesidad personal que arraigó en la elección de los temas y en la ejecutoria técnica. Reacio a conjugar la pintura rural y urbana —en contra de la amplia mayoría de los maestros impresionistas— se decidió en seguida por la primera. Un modernismo en auge (que hizo suyos los principios románticos) le empujó a tratar temas históricos con la magnífica grandilocuencia que sólo encuentra parangón en hechos literarios como la poesía de un Novalis, por ejemplo.

Pero es Barbasán, sbarbasan03obre todo, un pintor de la naturaleza y de las costumbres. Un pintor que, como todo artista, no es tan libre como él puede creer, porque su obra la realiza regida por leyes de la naturaleza y que, en el nivel más profundo, corresponden a las leyes de la psique. Su atracción natural está supeditada a la instintiva atracción de la naturaleza en su estado primario y espontáneo en el que la razón sólo interviene para habitarlo con la adherencia (no menos natural) del ser humano inmerso en el medio que modifica y le modifica. No constituye ésta, en cualquier caso, una formulación novedosa. El pintor aragonés participa «naturalmente» de esa puesta en práctica en función de un espíritu educado en el desarrollo ideológico y social que antes señalábamos; lo  hace, además, desde una perspectiva afortunadamente provincialista, alejada del cosmopolitismo europeo y que mantuvo con sinceridad singular aun asomado al balcón abierto de Roma. Estaba, pues, su espíritu sumergido en el misterio del arte que es capaz de buscar —y encontrar— la naturaleza y las cosas no sólo en sí mismo, sino en la apariencia de la naturaleza, sublimidad del arte mimético que Barbasán tuvo el gusto de ofrecer a nuestros ojos.

Lejos de las convenciones sociales que otros movimientos artísticos resquebrajaron, la pintura de Barbasán nos acerca a la naturaleza sin poder evitar, como diría Lermontov, un regreso a la infancia. El pintor desprende de su alma todo lo aprendido y el alma vuelve a ser como fue antaño y como probablemente volverá a ser. La servidumbre al llamamiento de la naturaleza nos ha procurado a nosotros la posibilidad de admirarla, la posibilidad de sentir su belleza con acento más vigoroso, circunstancia que, a su vez, pone de manifiesto la vieja hipótesis, actualizándola, de que esa inclinación de Mariano Barbasán es una inclinación mercurial, una especie de misticismo pagano frente al espíritu celestial, pues es el suyo un espíritu eminentemente terreno al que perturbarían la vida agitada y los grandes acontecimientos, pero al que, sin embargo, los acontecimientos más insignificantes y habituales hieren en su fina sensibilidad y le presentan, de un modo rejuvenecido, el mundo inmenso recogido en el mundo breve que constituye el paisaje rural y en sus hombres, en sus hábitos y en sus conductas. En este sentido, no da Barbasán ningún paso que no le haga percibir los más sorprendentes descubrimientos plásticos en aquellas pequeñas cosas. Signa los rasgos descritos por Novalis en aquel extraño caminante que pasa de vez en cuando por las casas, por los prados, por las navas, por las cimas… y renueva el misterio antiguo y venerable de la humanidad y de sus primitivos dioses: la primavera, el amor, la felicidad, la fecundidad, la salud, la alegría, el ritual festivo de los solsticios… y a los que, viviendo en la tierra, se encuentran ya en posesión de una paz mística; aquellos hombres y mujeres que, inmunes al ajetreo de las locas ansias de poseer, aspiran sólo al perfume de los frutos de la tierra, a la compañía gentil y no se encuentran, por lo tanto, encadenados definitivamente a los prejuicios morales de este mundo. Reconocemos en Barbasán a la perfección a ese huésped libre que entra pisando levemente y cuya presencia, sin saber cómo, nos infunde ánimo a todos. Un artista como él se conoce porque en su torno se encuentran rostros claros y alegres, actitudes plenas de intimidad trascendente, descripción de las faenas productivas que en sí mismas elevan su propia finalidad, reposos de un ejercicio que recupera el alma para trascender el medio y convertir a esos seres en humanos.

La administración de este tesoro artístico transformador no es menos singular que su naturaleza. No se le puede guardar en un cofre; sin embargo, penetra en el alma, embebe toda visión atenta y hay que evitarle, además, todo contacto con cualquier corriente agresiva por altiva. Nada más deseable que esa arte reputada como singular y tan difícil de conquistar y conservar. El azar, la dificultad, la conciencia y la voluntad: tales son las cualidades que aseguran al arte sus más sólidos prestigios. Barbasán forma con ello su tesoro y siente y transmite el orgullo de poseerlo; para él no sólo constituye un ejercicio estilístico, una especie de portebonheur que lo salvaguarda de toda tentación de cambio. Lo arrastra hacia el mundo de su naturaleza; lo guía por la extensión de la estética menos navegable; lo introduce, en fin, en las cavernas fabulosas ocultas por el espesor de las ciegas miradas. Aparece ese tesoro como prenda robada a un universo junto al cual la realidad, no siendo débil ni pálida, hace él resplandecer e irradiar. Diríamos colores vívidos de un sentido interior inagotable, una nieve mágica llevada a las cumbres y a las aldeas y que se podría conservar sin derretirse. Todo pasa en nuestro pintor como si poseyera el poder de retener en sí, en un pequeño volumen, en un pequeño espacio y bajo frágil apariencia, una belleza, una fuerza y misterio que no existen sino en la esencia de lo aparentemente insignificante. Una belleza a la que el poder que le es atribuido por Barbasán va más allá de las expectativas comunes: nos paraliza a su voluntad, pero nos permite leer las emociones y transportarnos al lugar deseado. Un objeto mágico, ciertamente, si así se nos permite llamarlo, cuyo conocimiento sólo nos es transmitido cuando hemos jurado a su poseedor una lealtad indefectible. Como los objetos místicos, el tesoro artístico de Barbasán deriva su valor del hecho de ser reconocido y es en la posesión de un previo secreto quimérico donde funda su propia personalidad. El pintor se ha adherido a un alma exterior y material que no es sino su alter ego estético configurado en pintura, pero, al contrario que en la tradición mágica, donde la destrucción o la simple revelación de esa alma exterior acarrea la muerte o la impotencia del héroe, en el pintor Barbasán es precisamente el desciframiento de su arte lo que le otorga vida, valor y poder para elevarlo por encima de la condición ordinaria de los hombres. Esta es la característica de todo arte que se reconoce a sí mismo como tal, característica en la que se funda la autonomía y en la que se afianza el universo real de Mariano Barbasán, único y misterioso dueño de un ámbito en el que no posee en propiedad más que su oficio y unos ojos instalados firmemente en la percepción y penetración del mundo elegido para su ejercicio. Ello basta para que en su actitud figuren la condición del arte y la recompensa, para evocar una opulencia artística inalienable y no un signo de cambio convencional: aquélla acrecienta el alma de la persona que lo descubrió; éste, por el contrario, lo volvería un vulgar imitador en el que sólo concurriría la habilidad ejercitada, mientras que en la posesión del tesoro se conjugan tanto el azar como la temeridad, la fe, el destino y el mérito.

El deseo final de Barbasán no es otro que el de reconocerse como hombre desde la perspectiva del artista, de ahí que a la transmutación artística de los asuntos que ha conquistado y que conserva con devoción oponga el primer testimonio de una actividad personal, la formal propiamente dicha, la acentuación de la misma en la complementariedad del cultivo de una ironía aséptica que parece ser tanto más importante cuanto que el cuidado que se toma en darle un carácter desenfadado y familiar la torna más humana, menos trascendente, pero que posee el incuestionable valor de mantener en su espíritu la fidelidad a sí mismo. Le ayuda a reconocerse y atribuir mayor mérito a su intimidad artística que sólo recibe su valor primario del valor que él mismo se atribuye. Desde esta perspectiva, su arte protege ya la confianza de un hombre en su vocación y en el favor del destino.

barbasan1Si quiere actuar no deberá desconfiar de sus fuerzas, pues él sabe, el artista sabe, mejor que nadie, que existe en el ser una energía última que no doblega desastre alguno. Basta con no esperar de los caprichos de la fortuna los bienes que uno estima por encima de todo, y no temer sino a los desfallecimientos del propio corazón.

La vigorosa belleza, el tesoro artístico de Mariano Barbasán quizá no sea aquél con que él mismo soñaba, pero es ciertamente el único que descuenta un corazón desafiante.

Miguel Alberquilla (a su memoria)

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«Conócete a ti mismo», advertían los griegos. La labor a realizar consigo mismo se encuentra en el centro de aquella idea primordial que perdura hoy con la vigencia que es propia de las certezas universales, y lo inunda todo: la literatura, la filosofía, la ciencia y, cómo no, también el arte.

Buenas dosis de esta actitud indagadora se observan en la pintura de Alberquilla, en sus tamices (antes que tapices) intrincados, laberínticos, voraginosos. Un intento artístico que tiene su origen en su sí mismo ensimismado en encontrar el medio (aquí la pintura) para producir la selección de las fuerzas convenientes y obtener una síntesis personal, pero estética, determinada. Por medio de la pintura, Alberquilla, con criterio más especulativo que activista (más filosófico que pragmático, por tanto), tiende, mediante ese proceso de indagación geométrica, de constructivismo caótico, a integrar lo elegido y despreciar lo inútil. Llena y rellena el espacio, lo abruma, lo hinche, lo desborda —lo desmarca—… y nuestra única pesquisa para no capitular ha de apoyarse en echar una mirada generosa al vacío, es decir, al margen del marco; de este modo podremos observar cuál es el exterior baladí y encontrar, por contra, en la perspectiva geométrica, el tal vez desentrañamiento del sí mismo, de él mismo, de Miguel Alberquilla, de sus abismos.

Daniel Quintero: pintor

SaraEl hecho literario tiene comúnmente su origen en un conflicto interior del autor, y es su capacidad para resolverlo por medio de la confluencia de sus caracteres (los del autor, pero los caracteres del conflicto) lo que finalmente otorga dimensión estética al fenómeno. El pintor, por el que suele transitar este tipo de combates, necesita, en cambio, dilucidarlos sirviéndose del análisis de una exterioridad que fija y fundamenta su finalidad estética. Daniel Quintero conoce bien el proceso, se sirve de una técnica depurada (que le es tan propia) y ha hecho confluir en su trabajo esta disposición visual y aquella conflictividad característica literaturizando en cierto modo los asuntos.

La superposición empleada en su obra abarca no sólo el plano técnico (haciendo convivir, verbi gratia, la realidad estética con la metarrealidad del cómic), sino también el plano simbólico, el cultural y el ideológico. Sus retratos toman muchas de estas superposiciones para envolvernos en sus referencias inequívocas o para hacernos advertir que por lo pintado y dibujado transita la vida o, mejor, transita un fondo vital que lo retratado traduce sin ninguna duda. Tanto éstos como la naturaleza diversa que retienen sus ojos recuerdan indefectiblemente los trazos barrocos, reminiscencias de los deslices técnicos escolásticos.

La gratificante redundancia de la superposición incluye también la importación al contexto contemporáneo de figuras y gestos barroquizantes, o la desnuda movilidad de los dibujos, donde la ausencia de elementos superfluos otorga a los rostros el carácter más esencialmente clásico que los singulariza.

No dejo de advertir, por tanto, un enfrentamiento estético resuelto literariamente, con naturalidad henchida de carácter y en el que destaca la confluencia de una corriente clásica admirada y una corriente moderna imperativa. Situarse entre el conocimiento de aquélla y el ejercicio fiel de ésta concede a Daniel Quintero una conciencia artística que, a más de poco común, nos transfiere un sentido de armonía liberado de la radicalidad de los prejuicios, incide, por fin, en la enfática verdad de ser síntesis del genio sin retórica.

SUEÑO

TSUNAMI

SEÑORA

Alfonso Ortiz-Remacha: esculturas

sirenaAdvertir del tópico que encierra la simbología de Pigmalión para referir una aproximación significativa al contexto escultórico sería una pueril recurrencia. No lo es, empero, si la referencia que se toma en ese contexto es precisamente el ámbito del que el propio Pigmalión es miembro inequívoco. No lo es porque Ortiz-Remacha ha elaborado para su trabajo una envoltura mitológica cuyos axiomáticos contenidos reproduce en su excelente ejecución formal. Y lejos de reiterar la nomenclatura terminológica que exigiría la crítica común, el irritante descenso a la semántica del volumen, —v.g.—, de la dimensión, del sueño táctil… , es decir, de lo observable o evidente a través de unos ojos atentos; lejos de acudir a la profesionalización retórica, me interesa sobre todo el ámbito, la extracción, el traimiento, desde la distancia reveladora, de aquellos contenidos que dieron forma a la belleza imaginativa y viceversa, a la fantasía como réplica de la razón humana, tan atroz y excluyente que indujo al hombre a convertirse en poseedor de la mentira para mostrar otra verdad. Me interesa, por lo tanto, la Parténope fundadora de ciudades y proveedora de renovadas formas de existencia, el Hermes celador de los más hondos secretos de los dioses, los Epígonos vengadores de afrentas fundadas en la magia, el Centauro de la fábula, de los combates y sabio sanador, los Zeus raptores, iracundos y caprichosos… y tantos otros referentes que conforman el mundo de nuestras debilidades y ambiciones en una síntesis, además de hermosa, evocadora, envolvente a su vez de misterio necesario, de interpretaciones varias, de causas fecundadoras de una cultura que nos ha sido en buena parte transmitida a través de esa génesis de lo fabuloso.

Demos la bienvenida a la estrategia temáticZEUSa de Ortiz-Remacha.